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―¿Mi madre? Ella... es
adorable. Solía cantarme, aún cuando yo ya era demasiado mayor para
eso ―Emilio adquirió de pronto un tono de voz soñador y no pudo
evitar sonreír― Me ayuda en mis tareas y me conoce más de lo que
se considera normal. ¿Y la tuya?
―Trabaja todo el día, pero tan
pronto como llega a casa…
¿Por qué hablaban de eso? No
llevaban una relación como las que Tanya acostumbraba. Él era una
especie de príncipe de cuento, siempre dulce, gentil y... enamorado.
Estaba fascinada con él y entre más lo conocía, más adorable lo
encontraba. Nunca había funcionado así.
Él estaba ahí para ella cuando
sufría, cuando quería divertirse, cuando estudiaba o cuando veía
la televisión; estaba siempre que ella lo necesitara. Y parecía
saber cuando ella deseaba estar sola, entonces, desaparecía con
cualquier excusa.
Cuando aquello terminara,
comenzaba a sospechar Tanya, iba a dolerle mucho. Pero, hasta
entonces, lo disfrutaba al máximo.
Aún en medio de su romance Tanya
seguía preocupada por otro tema. Después de unos días de prestar
atención a señales que al principio apenas había notado, ahora
tenía que aceptar que había más sombras de las que había
imaginado, y estaba decidida a descubrir que eran y que hacían.
Concentración y paciencia
rindieron frutos y pudo ver con relativa claridad a los espectros
color magenta que acompañaban a las personas enfadadas o deprimidas.
Eso confirmaba las sospechas de Tanya en más de un sentido: algo
andaba mal, y ¡las personas enfadadas y deprimidas son muchas!
A lo largo de aquel proceso de
descubrimiento, había seguido hablando del asunto con su prima, cuyo
interés se basaba más en la curiosidad que en la responsabilidad.
Soham carecía de la capacidad de concentración necesaria para
intentar verlos, pero no le hacía falta para dar respuesta a sus
preguntas.
―Es muy raro. Al principio creí
que los… envenenaban. Tú entiendes. Pero resulta que esa tristeza
no la causan esos bichos, sólo es más fácil para ellos afectar a
la gente así. Supongo que es porque su voluntad está dañada.
―¿Pero estás segura que esa
cosa no la causan ellos mismos?
―Sí. Porque siempre ha habido
gente deprimida y antes no tenían eso... Además, sé que no
pertenecen ni a ellos ni a la Tierra.... se puede sentir.
―Una niña de Ogha puede
sentirlo, querrás decir.
Soham, a diferencia de su prima,
era hija de terráneos. Su tía, la madre de Tanya, era terránea
también. No eran precisamente comunes, con dos generaciones seguidas
de psícoquinéticos que incluían a Tanya y Soham, pero no había
más que eso. Soham estaba en desventaja frente a sus primos con
sangre de Ogha, pero eso no tenía demasiada importancia, y ella
también sabía un poco sobre los otros mundos y los peligros en
ellos.
Tanya tuvo que aceptar que su
condición era diferente.
―Bueno, dilo así ―cedió,
para luego continuar contando―. Y está esa muchacha de último
año, la sombra se apareció de pronto cuando ella ya estaba triste
de hacía como dos días... Y estaba triste pero estaba bien y ahora
que esa cosa la sigue está.... enferma. Es otra cosa que no puedo
explicar, sólo... lo sé. Y eso no es una cosa que vea sólo yo: ¿Te
fijaste que cansada y que pálida pasa?
Soham miraba a su prima,
esforzándose por entender lo que esta le decía, pero sin
preocuparse por nada de ello. En cambio Tanya suponía que, por saber
que algo pasaba, ellas eran responsables de comprenderlo y evitarlo.
Tenían una sola forma de averiguar, y no era divertida. Ni siquiera
lo mencionó por un tiempo, pero al final tuvo que admitir que era
necesario. A Soham la idea le pareció absurda.
De mala gana, fueron en busca de
la ayuda de Ángel un lunes por la tarde. No estaba en casa, así que
tendrían que buscarlo en la biblioteca o en el café que
frecuentaba.
Por lo general, Ángel era
insoportable cuando se le pedía ayuda. Una vez había obligado a
Soham a arrodillarse como condición para ayudarle con una tarea de
historia. Y lo peor era que la habían calificado mal porque la
versión que Ángel conocía, no era la que aparecía en los libros.
La cuestión era que Ángel simplemente sabía lo que sabía, por lo
general información que le resultaba útil a él o a alguien
cercano. A veces la información llegaba justo cuando la necesitaba,
a veces la había obtenido con tanta antelación que le costaba
recordarla. No era algo que pudiera elegir, y no había errores, pero
como su habilidad era desconocida y no estaba deseoso de comentarla y
dar pruebas sobre ella ante ningún maestro, desde el asunto con la
tarea de su prima verificaba que los hechos se hubieran registrado en
la historia además de haber ocurrido.
Aunque sus demás aportes habían
sido bastante más útiles, exigía demasiado como pago. Tanya no
hubiera ido con él si hubiera tenido otra opción. Su padre era,
como Ángel, un perceptivo, y bastante más preciso; de haber estado
ahí, él se habría hecho cargo. Pensar en eso le causaba tristeza,
pero debía mantenerse tranquila si no quería terminar con una nube
de humo magenta flotando a su lado.
Como Ángel. Cuando lo
encontraron, solo, en una mesa de la Biblioteca Nacional, Tanya
hubiera podido decirle que había una criatura extraña succionándole
la vida, de no ser por que antes de que ellas lo saludaran siquiera,
él alzó la mirada y les dijo que no era buen día para molestarlo.
La “sombra magenta” tenía
las mismas proporciones del muchacho, y lo imitaba en algunas de sus
acciones. Se dispersó como si hubiera viento contra ella cuando el
muchacho se movió de forma repentina, y se “armó” de nuevo en
un instante.
Soham, apenas consciente de la
presencia de la criatura, sólo pudo concluir que Ángel se veía muy
apagado. Tanya podía ser más específica. Era su mirada. Los ojos
de Ángel, apenas visibles porque siempre los entrecerraba como si le
molestara la luz, eran bastante expresivos y Tanya sabía
interpretarlos a la perfección. Era la mirada negra e intensa de
siempre, pero llena de tristeza, como la vez en que la chica a la que
él ya había considerado la adecuada lo había dejado para salir con
un muchacho mayor; pero... estaba más triste ahora. No tenía punto
de comparación para esto, de modo que Tanya se preocupó. Pero,
sabía perfectamente como distraer a su hermano y se puso a ello.
―No vinimos a molestarte E.T.
―explicó―, vinimos a pedirte un favor. Uno grande. Pero es
urgente así que debes poner un precio que podamos pagar rápido.
―Justo ahora, no me siento como
alguien que ayuda, T. Lo siento.
―¡Debes dejar de estar
deprimido! ―dijo Tanya.
―Lo sé... ¡Tengo un kamikaze
turquesa drenándome! Pero no sé como dejar de estar así después
de lo que... antes... ―la expresión de inseguridad y duda no era
habitual en Ángel, así que ni siquiera Tanya se dio cuenta; al
final, con tono resignado, suspiró:― Olvídalo.
―¿Un “qué” turquesa?
―preguntó Soham.
―¿Rompiste con la bailarina?
―dijo Tanya, a la vez, y luego, sin la interrupción de la otra―
¿Te pones así por eso?
―Kamikaze. Creo que el origen
del término es terráneo, tiene que ver con que desaparecen al
acabar con su misión… pero es difícil saber cosas cuando uno está
medio drenado… ―era sincero hasta ese punto, luego, se limitó a
no contarles lo que no quería que Tanya supiera―Y, no. Esmeralda
rompió conmigo, resulta que pasados los exámenes no necesita un
cerebrito. Pero...
Tanya se mordió la lengua para
no decir “Te lo dije”; esa frase no es famosa por su utilidad
para curar la depresión. Pero Soham si habló, sin ser nada gentil:
―Olvídate de esa tonta.
Tenemos cosas serias de que ocuparnos.
―¿Dónde estabas cuando dije
que no seré útil?
―No importa que estés depre,
drenado, y que siempre te gusten niñas fuera de tu alcance. Igual
eres un perceptivo y lo poco que puedas decirnos tendrá que bastar
―respondió Soham.
―Al menos sabes qué son estás
cosas ―dijo Tanya―, y algo tendremos que hacer con ellas, no se
las puede dejar por ahí, comiéndose a la gente. Y, ¿qué son?
Algo cambió en el muchacho, de
pronto parecía estar mucho más sereno y lució perfectamente normal
cuando se llevó la mano derecha a la nuca, pasando el brazo por
sobre su cabeza, miró hacia el suelo y tras un segundo, con esa
mirada de “yo lo sé todo” que hubiera molestado a Tanya en otras
circunstancias, comentó:
―¿Los Kamikazes turquesa?
Podríamos hacer algo. Para empezar, invítenme un café.
Para que rezongar.
―Tienes trece años, Ángel; no
es normal tu adicción por el café ―dijo Soham mientras ambas
avanzaban junto al chico.
―No nos sigue ―mencionó
Tanya, señalando al Kamikaze.
―¡Oh, sí! Ya saben, mi ego:
lo inflas un poco y no deja espacio ni para una depresión ni para
nada ―sonrió Ángel. Podía ser cierto, pero no era el motivo para
que el Kamikaze lo abandonara.
Caminaron
dos cuadras hasta La Tacita, un establecimiento pequeño, en
el que podían disfrutar de sus vicios por los dulces, café, música
y lecturas.
El pequeño estante con libros viejos pero valiosos era la razón por
la que Tanya había llevado ahí a su hermano y a su prima en un
principio, pero Ángel se había enamorado del café y Soham de los
postres. Ahora era uno de los pocos espacios que compartían los
tres.
Ahí, en la mesa que ocupaban
casi siempre, Ángel comenzó a explicar, con su habitual tono
seguro, la naturaleza de las criaturas magenta.
―Son una habilidad, en cierto
modo. Propiedad de los Kreen, que si uno lo piensa son de un mundo
relativamente cercano. Aunque claro, eso no significa que allá
relación entre La Tierra y Kren. Cualquier kreen puede crear
kamikazes, para diferentes propósitos. Los turquesa absorben energía
para el fabricante. Otras le permiten a su creador hacer más fuerte
alguna cualidad. Las usan menos porque los Kreen rara vez tienen
dones, aunque sí pueden robarlos, asesinando al dueño original...
pero eso ahora no nos interesa. Los Kamikazes mueren cuando acaba su
función… en el caso de los Turquesa, eso es cuando los abandona la
persona a la que drenan, o cuando muere el fabricante, ¿vieron
palidecer al que me seguía? Empezaba a morirse.
―¿Y cómo se les mata? ―dijo
Tanya, quien a diferencia de los otros tenía llena su taza.
Ángel tuvo tiempo para reír
antes de contestar.
―T, siempre con prisa ―luego,
dio las malas noticias―. Para matarlos necesitaríamos magia…
Además, ¿tienen idea de cuantos son?
―Tanya dice que un montón…
―observó Soham, jugando con su taza vacía.
―Pues no podemos matar
Turquesas por siempre ―señaló Ángel―. Por ese lado no hay nada
que hacer, aunque tuviéramos magia.
―¿Cuál es la opción? ―dijo
Tanya, impaciente.
―Recurrir a La Sociedad ―dijo
Angel, sin dudar―. Ellos pueden poner en su lugar a Kamnaid,
gobernante por herencia de Kren. Es un abusivo en su mundo y ahora
envía Kamikazes Turquesa a La Tierra. Ellos tienen razones para
involucrarse. Antes La Sociedad no podía intervenir porque era un
asunto interno, pero ya no más.
―Pero La Sociedad no tiene sede
en La Tierra. ¿Cómo se supone que llegaremos….? Para viajar desde
aquí, siempre hace falta magia...
―Ustedes dicen que magia de
D´hale puede ser aprendida ―el aire pensativo de Soham perdió
todo impacto porque en ese momento estuvo a punto de dejar caer la
taza y soltó una carcajada breve.
―No lo puede aprender gente de
la Tierra ―dijo Tanya.
―A mí no me importa que
ustedes vayan solos ―Soham se encogió de hombros.
Ángel y Tanya se miraron. Nunca
habían intentado hacer uso de su naturaleza Oghense. Si bien cada
uno había heredado una habilidad de su padre, nada tenían que ver
con la magia ni eran exclusivas de aquel mundo. No tenían idea de si
funcionaría, pero eso no era motivo para no intentar.
―Buscaré algo que podamos
estudiar entre las cosas de papá―dijo Ángel.
―Empieza por los… ―comenzó
Tanya.
―Magia para viajar. Ya lo sé.
―Sí, pero eres mi hermanito
bebé, y necesito que quede claro que yo mando aquí ―rió Tanya.
Ángel lo dejó pasar. El café
estaba bien y su día acababa de pasar de terrible a interesante con
una facilidad inesperada. Nada que hiciera su hermana podía
molestarlo.
*****
Era un enorme edificio. Una mujer
y un muchacho, rubios, altos, y con vestimenta de una piel similar a
la de oso en tonos diferentes de gris, corrían descalzos hacia la
puerta principal. Los demás no lo habían logrado.
Ella iba adelante, así que fue
quien se estrelló contra una pared invisible que se interponía
entre ella y la puerta metálica. El impacto hizo que toda la pared
fuera visible, como si estuviese hecha de un líquido incoloro que
caía. La pared era parte de un cerco de al menos dos metros
cuadrados, con lo que una de sus esquinas rosaba una de las paredes
que si pertenecían al edificio. Se había formado alrededor de ella
en algún momento, pero el muchacho no había quedado dentro, pues al
ir atrás había notado el cambio y se había detenido tan rápido
que había caído al suelo.
El muchacho se levantó de
inmediato, rodeando la pared para dirigirse hacia la puerta. Estaba
trancada, y él, desesperado, se estrelló contra ella haciéndola
temblar y resquebrajarse hasta que cedió y él tuvo la vía libre
para escapar. No vio hacia atrás, donde las paredes que habían
aparecido alrededor de su compañera se cerraban y volvían
lentamente a ser invisibles. Apenas si escuchó el sonido de la
flecha que lo alcanzaba. Cayó sobre sus rodillas, llevó su mano a
su pecho como si pensara sacar aquel objeto incrustado en él... y
luego, se desplomó.
Alrededor de la mujer, volvió a
ser visible la cortina líquida: había vuelto a tocarla. Está vez
había sido un accidente, estaba a menos de un centímetro de
cualquiera de los lados.
A pocos pasos de distancia,
estaba el hombre que había lanzado la flecha. Era bajo, delgado y de
muy poca presencia, hubiera parecido incapaz de matar una mosca, lo
único de él que evocaba dureza, era la cicatriz que se extendía en
línea recta de su ceja izquierda hasta la coronilla, rodeada por un
área sin cabello, aunque algunas hebras del cabello largo y rubio se
cruzaban sobre esa cicatriz. El vestía ropa más común que los que
intentaban huir, pero no había nada de común en el arco que
sostenía, todo negro y pesado, ni en la flecha única que sostenía,
y que había lanzado tantas veces a lo largo de su vida. Le había
puesto un conjuro para que se duplicara cada vez. Tras él apareció
un hombre que resultaba ser su opuesto: muy alto y fornido, con el
cabello negro, rizado, muy corto. Tenía una cana aquí y otra allá,
y en la frente las arrugas propias de quien ha fruncido el ceño
durante un largo tiempo, pero por lo demás lucía joven y fuerte.
Sobre todo fuerte. Había obtenido en un solo combate casi todas sus
cicatrices, unas visibles en sus brazos y otras ocultas por sus
ropas.
Ese hombre caminó con parsimonia
hacia las escaleras. Once pasos después, se encontró frente al
muchacho sentado en el segundo escalón.
―¿Ves su forma? ―inquirió.
El muchacho rubio asintió, sin
dudas.
―Entonces, hazlo.
La expresión de concentración
del muchacho se endureció. Las paredes se cerraron aún más y luego
la cárcel que capturaba a la mujer implosionó. Un tintineo advirtió
la caída de un objeto metálico. Era una lámpara de aceite.
El hombre musculoso la levantó y
la miró por todos lados. El murmullo dentro de ella no era pista
suficiente sobre su habitante.
―Uhm... Has estado leyendo
demasiado en la Tierra ―concluyó el hombre.
El muchacho de las escaleras
hubiera respondido, pero estaba con la mente en otro asunto: el
cuerpo inerte cerca de la puerta.
―¿Está muerto? ―preguntó.
El arquero no necesitaba revisar
para responder con un conciso “Sí”.
―No lo hagas de nuevo ―dijo
el muchacho, con firmeza.
No hubo una sola palabra de
objeción.
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